lunes, 28 de septiembre de 2009

MI REINO NO ES DE ESTE MUNDO

A su venida los justos muertos resucitarán, y los justos que estuvieren aún vivos serán mudados. "No todos dormiremos -dice Pablo,- mas todos seremos mudados, en un momento, en un abrir de ojos, al sonar la última trompeta: porque sonará la trompeta, y los muertos resucitarán incorruptibles, y nosotros seremos mudados. Porque es necesario que este cuerpo corruptible se revista de incorrupción, y que este cuerpo mortal se revista de inmortalidad." (1 Corintios 15: 51-53, V.M.) Y en 1 Tesalonicenses 4: 16, 17, después de describir la venida del Señor, dice: "Los muertos en Cristo se levantarán primero; luego, nosotros los vivientes, los que hayamos quedado, seremos arrebatados juntamente con ellos a las nubes, al encuentro del Señor, en el aire; y así estaremos siempre con el Señor."

El pueblo de Dios no puede recibir el reino antes que se realice el advenimiento personal de Cristo. El Señor había dicho: "Cuando el Hijo del hombre venga en su gloria, y todos los ángeles con él, entonces se sentará sobre el trono de su gloria; y delante de él serán juntadas todas las naciones; y apartará a los hombres unos de otros, como el pastor aparta las ovejas de las cabras: y pondrá las ovejas a su derecha, y las cabras a la izquierda. Entonces dirá el Rey a los que estarán a su derecha: ¡ Venid, benditos de mi Padre, poseed el reino destinado para vosotros desde la fundación del mundo! "(S. Mateo 25: 31 - 34, V.M.) Hemos visto por los pasajes que acabamos de citar que cuando venga el Hijo del hombre, los muertos serán resucitados incorruptibles, y que los vivos serán mudados. Este gran cambio los preparará para recibir el reino; pues San Pablo dice: "La carne y la sangre no pueden heredar el reino de Dios, ni la corrupción hereda la incorrupción." (1 Corintios 15: 50, V.M.) En su estado presente el hombre es mortal, corruptible; pero el reino de Dios será incorruptible y sempiterno. Por lo tanto, en su estado presente el hombre no puede entrar en el reino de Dios. Pero cuando venga Jesús, concederá la inmortalidad a su pueblo; y luego los llamará a poseer el reino, del que hasta aquí sólo han sido presuntos herederos.

El mismo Cristo los envió con el mensaje: "Se ha cumplido el tiempo, y se ha acercado el reino de Dios: arrepentíos, y creed el evangelio." (S. Marcos 1: 15, V.M.) El mensaje se fundaba en la profecía del capítulo noveno de Daniel. El ángel había declarado que las sesenta y nueve semanas alcanzarían "hasta el Mesías Príncipe," y con grandes esperanzas y gozo anticipado los discípulos anhelaban que se estableciera en Jerusalén el reino del Mesías que debía extenderse por toda la tierra.

Lo que los discípulos habían anunciado en nombre de su Señor, era exacto en todo sentido, y los acontecimientos predichos estaban realizándose en ese mismo momento. "Se ha cumplido el tiempo, y se ha acercado el reino de Dios," había sido el mensaje de ellos. Transcurrido "el tiempo" -las sesenta y nueve semanas del capítulo noveno de Daniel, que debían extenderse hasta el Mesías, "el Ungido"- Cristo había recibido la unción del Espíritu después de haber sido bautizado por Juan en el Jordán, y el "reino de Dios" que habían declarado estar próximo, fue establecido por la muerte de Cristo. Este reino no era un imperio terrenal como se les había enseñado a creer. No era tampoco el reino venidero e inmortal que se establecerá cuando "el reino, y el dominio, y el señorío de los reinos por debajo de todos los cielos, será dado al pueblo de los santos del Altísimo;" ese reino eterno en que "todos los dominios le servirán y le obedecerán a él." (Daniel 7: 27, V.M.) La expresión "reino de Dios," tal cual la emplea la Biblia, significa tanto el reino de la gracia como el de la gloria. El reino de la gracia es presentado por San Pablo en la Epístola a los Hebreos. Después de haber hablado de Cristo como del intercesor que puede "compadecerse de nuestras flaquezas," el apóstol dice: "Lleguémonos pues confiadamente al trono de la gracia, para alcanzar misericordia, y hallar gracia." (Hebreos 4: 16.) El trono de la gracia representa el reino de la gracia; pues la existencia de un trono envuelve la existencia de un reino. En muchas de sus parábolas, Cristo emplea la expresión, "el reino de los cielos," para designar la obra de la gracia divina en los corazones de los hombres.
Asimismo el trono de la gloria representa el reino de la gloria y es a este reino al que se refería el Salvador en las palabras: "Cuando el Hijo del hombre venga en su gloria, y todos los santos ángeles con él, entonces se sentará sobre el trono de su gloria; y serán reunidas delante de él todas las gentes." (S. Mateo 25: 31, 32.)
Este reino está aún por venir. No quedará establecido sino en el segundo advenimiento de Cristo.
El reino de la gracia fue instituído inmediatamente después de la caída del hombre, cuando se ideó un plan para la redención de la raza culpable. Este reino existía entonces en el designio de Dios y por su promesa; y mediante la fe los hombres podían hacerse sus súbditos. Sin embargo, no fue establecido en realidad hasta la muerte de Cristo. Aun después de haber iniciado su misión terrenal, el Salvador, cansado de la obstinación e ingratitud de los hombres, habría podido retroceder ante el sacrificio del Calvario. En Getsemaní la copa del dolor le tembló en la mano. Aun entonces, hubiera podido enjugar el sudor de sangre de su frente y dejar que la raza culpable pereciese en su iniquidad. Si así lo hubiera hecho no habría habido redención para la humanidad caída. Pero cuando el Salvador hubo rendido la vida y exclamado en su último aliento: "Consumado es," entonces el cumplimiento del plan de la redención quedó asegurado. La promesa de salvación hecha a la pareja culpable en el Edén quedó ratificada. El reino de la gracia, que hasta entonces existiera por la promesa de Dios, quedó establecido.

Así, la muerte de Cristo -el acontecimiento mismo que los discípulos habían considerado como la ruina final de sus esperanzas- fue lo que las aseguró para siempre. Si bien es verdad que esa misma muerte fuera para ellos cruel desengaño, no dejaba de ser la prueba suprema de que su creencia había sido bien fundada. El acontecimiento que los había llenado de tristeza y desesperación, fue lo que abrió para todos los hijos de Adán la puerta de la esperanza, en la cual se concentraban la vida futura y la felicidad eterna de todos los fieles siervos de Dios en todas las edades.


El Señor dice: "Nunca jamás será mi pueblo avergonzado." (Joel 2: 26.) "Una noche podrá durar el lloro, mas a la mañana vendrá la alegría." (Salmo 30: 5, V.M.) Cuando en el día de su resurrección estos discípulos encontraron al Salvador, y sus corazones ardieron al escuchar sus palabras; cuando miraron su cabeza, sus manos y sus pies que habían sido heridos por ellos; cuando antes de su ascensión, Jesús les llevara hasta cerca de Betania y, levantando sus manos para bendecirlos, les dijera: "Id por todo el mundo; predicad el evangelio a toda criatura," y agregara: "He aquí, yo estoy con vosotros todos los días, hasta el fin del mundo" (S. Marcos 16:15; S. Mateo 28: 20); cuando en el día de Pentecostés descendió el Consolador prometido, y por el poder de lo alto que les fue dado las almas de los creyentes se estremecieron con el sentimiento de la presencia de su Señor que ya había ascendido al cielo, -entonces, aunque la senda que seguían, como la que siguiera su Maestro, fuera la senda del sacrificio y del martirio, ¿habrían ellos acaso cambiado el ministerio del Evangelio de gracia, con la "corona de justicia" que habían de recibir a su venida, por la gloria de un trono mundano que había sido su esperanza en los comienzos de su discipulado? Aquel "que es poderoso para hacer infinitamente más de todo cuanto podemos pedir, y aun pensar," les había concedido con la participación en sus sufrimientos, la comunión de su gozo - el gozo de "llevar muchos hijos a la gloria," dicha indecible, "un peso eterno de gloria," al que, dice San Pablo, nuestra "ligera aflicción que no dura sino por un momento," no es "digna de ser comparada." C.S.